jueves, 26 de junio de 2014

Noche de sangre

Para mí, la noche es vida. No puedo vivir en el día. Es malsano para mí, aunque los médicos digan que el sol es bueno, porque aumenta tu felicidad, cambia de color la piel y todas esas chorradas que a mí no me afectan. Mi vida es igual todos los días, pero es necesario para que pueda sobrevivir.

Cuando el sol se va, me levanto de la cama. En realidad no es una cama en sí; solo es una especie de sepulcro de piedra donde duermo donde me tumbo encima, sin necesidad de una almohada o algo blando. Me dirijo a la ventana, para abrirla. No se si sería porque me levanté demasiado temprano, pero al abrir la ventana, unos pocos rayos de luz del crepúsculo me llegan a la piel. Para que no lleguen a mi cara, me la tapo con la mano, y es donde recibo toda la luz. Siento como si mil dagas ardientes me atravesasen la mano. Es una sensación muy desagradable.

Inmediatamente cierro la ventana. Me miro la mano. Está un poco quemada, y empieza a salir algunas ampollas. Me duele bastante, pero el dolor se pasará. En ese momento me entra el hambre, necesito alimentarme. Y no, no se pasa con una simple manzana. Eso me sentaría fatal, necesito otra cosa. Necesito cazar.

Me voy a cambiarme de ropa. Selecciono un vestido rojo, largo. Al ponérmelo aumenta mi belleza, la cual desaparecería si no me alimento. Para tapar las quemaduras de mi mano, me pongo unos guantes, también rojos. Por último, me maquillo un poco y me pinto los labios de rojo carmín, pero eso no disminuye mi palidez. Salgo de casa, en busca de una presa fácil, un hombre que no se resista a mis encantos, lo cuál es imposible. La hijas de Lilith siempre atraemos a los hombres, y estos hacen todo lo que les digamos.

Me dirijo a un bar cercano, lleno de borrachos de cualquier edad. Un hombre de unos cuarenta años, calvo y obeso se acerca a mí. Me echa el aliento a alcohol a la cara, lo cuál me produce una arcada.

Le aparto de un empujón, con tanta fuerza que lo tiro hacia unas sillas, que se rompen por el impacto. 

Sigo hacia la barra. Oigo como el hombre intenta levantarse del suelo, quejándose de que le duele la espalda, pidiendo ayuda. Yo, simplemente, me río.

En la barra sigo esperando a alguien que merezca la pena, y si es joven mucho mejor. Un hombre viejo me haría enfermar, y no puedo alimentarme de los muertos porque podría morir. Por eso intento localizar a un joven.

El camarero me ofrece una copa. Yo me niego a beber, diciéndole "si bebo, muero". Él me mira muy extrañado, con lo que se va a atender a más clientes. Yo sigo esperando, pero el tiempo corre en mi contra.

Por la puerta aparece un joven, de cerca de treinta años. Es alto, rubio, muy atractivo. Sí, éste es perfecto. Me levanto y me acerco a él. Se fija en mí. Me mira de arriba a abajo y también se me acerca. Me agarra de la cintura, mirándome a los ojos. Yo le respondo de la misma forma. Pregunta mi nombre, pero yo no tengo. Pienso en uno, y se lo digo: Elisa; como la condesa sangrienta.

Antes de que pueda decirme su nombre, le doy un beso. El me responde con lo mismo. Nos besamos durante cinco largos minutos, sin conocernos siquiera; simplemente él a cedido a mi belleza. Antes de continuar, le convenzo para que salgamos a la calle, y podamos mantener relaciones. El confirma y los dos salimos del bar.

Le agarro de la mano y, agilizando el paso, voy buscando un callejón para realizar mi plan. El reloj me indica que son las tres de la noche. Pronto saldrá el sol. Al fin, encuentro un callejón, cuya única iluminación es la luna llena. Le acerco y me apoyo a la pared. Él se acerca a mí y comienza a besarme el cuello. Pronto comenzamos a mantener relaciones sexuales. Mi respiración es cada vez más profunda, y la suya sigue a la mía. Mi cabeza se apoya en su hombro, mientras él sigue penetrándome. El orgasmo al fin llega, pero ese placer todavía no ha acabado para mí.

Antes de que se aparte, saco mis colmillos y se los clavo en el cuello. Intenta gritar, pero el grito se ahoga. Yo sigo absorbiendo su sangre. Mientras yo recupero color en la piel, y gano cada vez más juventud y belleza, él va volviéndose cada vez más pálido, demacrado. No debo dejar ni una gota de sangre en todo su cuerpo. Cuando noto que ya no puedo absorber más, saco mis colmillos y observo la marca que le he dejado en el cuello. Tiro el cadáver al suelo y lo miro. Ya no es el mismo de antes.

Ahora solo es una masa de carne pálida, arrugada y seca; totalmente seca. 

Me limpio la boca con la mano, y chupo los restos de sangre de los dedos. Miro la luna llena, vuelvo a sonreír. Me colocó bien el vestido y salgo del callejón. Camino por la calle, bien alimentada, hasta llegar a casa. Ahora solo tendría que esperar a que vuelva el hambre, y así pueda cazar de nuevo.


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