Durante el día he estado totalmente apartado de la ciudad. Pedí el día libre en mi
trabajo, y nada más levantarme salí de mi casa. Quería irme a mi pueblo de la infancia, a
ver a un ser muy querido, a quien no había visto desde hacía años.
Entré en el coche. Sabía que tenía un largo viaje por delante: tres horas ni más ni menos.
Tampoco hice la maleta, a pesar de que iba a quedarme hasta mañana por la mañana.
Sólo tenía una rosa blanca, suficiente para mí.
Es extraño, pero hasta que no salí de la ciudad no comencé a sentir ese sentimiento
llamado nostalgia. Juro que era la primera vez que sentía eso. No sé por qué. A lo mejor
porque desde hace tiempo he querido olvidar muchas cosas. También porque sólo me
preocupaba de mí, de mi trabajo. Esa sensación nueva era incómoda y placentera a la
vez. Triste y alegre: la más rara de las sensaciones.
Cada paisaje, cada árbol, hasta cada pueblo por el que cruzaba me traían cientos de
recuerdos. Grandes recuerdos. Recuerdos de cuando era un crío de cuatro años, de
cuando era un adolescente rebelde, recuerdos de mi juventud. Simplemente recuerdos.
Todavía quedaba una hora para llegar. Estaba ansioso, pues pronto volvería a verla. Os
juro que hacía años que no la veía, a pesar de que suene extraño, pero así fue. Pero la
verdad es que no quiero recordar la forma en que me despedí de ella.
Fue horrible. Me echaron en cara que ya no me preocupaba por mi familia, ni por
mis amistades, ni por ella. Todos decían lo mismo. Que había sido un egoísta. Que
desde que me fui del pueblo había cambiado y que ya no me preocupaba de quienes me
rodeaban. En ese momento me enfadé bastante, y grité muchas cosas de las que ahora
me arrepiento. Lo peor es que todo eso lo había escuchado ella, pero no pudo hacer
nada. Seguía callada, sin moverse. Pero yo sabía que lloraba.
Y es que era verdad. Me costó reconocerlo en su momento, pues era un joven que quería
ver mundo y preocuparse solamente de sí mismo. Ahora por suerte he cambiado, y no
creo que sea tarde para pedir disculpas a quienes tengo que darlas. Aunque hayan
pasado años de eso.
El viaje se me hizo bastante corto. Quise dar un recorrido por todo el pueblo antes de
visitarla. Y así lo hice.
No había cambiado nada. Seguía igual que hace diez años. Era igual de pequeño, con las
mismas casas. La plaza seguía siendo igual de colorida, aunque la estatua del medio
estaba algo estropeada. Todavía había niños jugando y ancianos hablando de los viejos
tiempos. Me conmovía mucho esa escena. Cuántos recuerdos…
Después del paseo, decidí que ya era hora de ir a visitarla. Vivía a las afueras del
pueblo, casi a la frontera. Aparqué el coche enfrente de los grandes portones. Eran
enormes, de color negro. Y estaban abiertas. Bastaba con un pequeño empujón para
abrirlas.
Era de mala educación entrar en el hogar de alguien sin avisar, pero supuse que seguiría habiendo confianza. El suelo era de
piedra y en el pasillo había varias figuras religiosas: vírgenes, santos,..., una decoración
algo excéntrica para ella, pues nunca había sido religiosa. El olor a flores impregnaba el
aire, un olor muy agradable. Anduve hasta el final del pasillo. Luego giré un par de veces, hasta que por fin la hallé.
Su nombre estaba escrito en letras doradas, y la imagen de la Virgen María sobre ella.
La estatuilla era bien hermosa, pero no tanto como lo era ella. Le deposité la rosa blanca
sobre la Virgen. Era su flor preferida, la más bonita de todas. Y no le quitaba la razón. Me quería quedar todo el día
hablando con ella, hasta que anocheciera. Y con todo comencé:
-Hola mamá.
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